Consulta previa: se escapó el genio de la botella
Consulta previa: se escapó el genio de la botella
El convenio internacional es un nuevo idioma que debe ser definido y entendido por el bien de Latinoamérica, escribe Christopher Sabatini para El Tiempo.
Por primera vez en la historia, las comunidades indígenas y los inversionistas en América Latina están hablando el mismo idioma: consulta previa. El problema es que para muchos, a lado y lado del asunto, este idioma tiene distinto significado como resultado de la forma imperfecta e inconsistente en que ha sido definido y cumplido por los distintos gobiernos.
En medio de la confusión —como se ve en las protestas ocurridas en Chile, Colombia, Perú y Guatemala— un proceso dirigido a establecer un equilibrio entre los derechos de la comunidad y los derechos de los inversionistas, se ha convertido en un punto álgido en el conflicto social, un riesgo que aumenta a medida que crecen la demanda global y los precios de los recursos naturales.
El término “consulta previa” fue acuñado por la Organización Internacional del Trabajo en 1989, cuando aprobó el Convenio No. 169 que establece los derechos de las comunidades indígenas a ser consultadas sobre cualquier política que se piensa que puede afectar su cultura, incluyendo la propiedad colectiva de la tierra.
El convenio fue prontamente ratificado por Colombia (1991), Perú (1995), Guatemala (1996) y Chile (2009), aunque sin un entendimiento real de sus consecuencias para la inversión internacional, el cumplimiento normativo y la mediación. Como entre el dicho y el hecho hay mucho trecho, en las regiones con resentimientos de vieja data y ávidos inversionistas, las posibilidades de que aumenten los conflictos son palpables.
En Colombia, el proceso de consulta previa —que se extiende a las comunidades afrocolombianas— le cabe al Ministerio del Interior. Lamentablemente, los esfuerzos del gobierno del presidente Juan Manuel Santos por definir el proceso han sido infructuosos y las comunidades son consultadas sólo después de que se ha tomado una decisión de inversión. El resultado son inversionistas impacientes con los retrasos —en conversaciones privadas he encontrado que muchos de ellos se niegan a invertir en cualquier proyecto que requiera de consulta previa- y líderes indígenas descontentos con la idea de que sólo desempeñan un papel formal, siendo convocados para aprobar un proyecto que, de facto, ya está en marcha.
Un ejemplo de la disfuncionalidad en la adopción del Convenio No. 169 es el potencial proyecto minero de La Toma en el departamento del Cauca, suspendido en medio de un incierto y contencioso proceso.
En Chile, el 10 de junio de 2014, el gobierno decidió no seguir adelante con el proyecto hidroeléctrico HidroAysén en Patagonia, luego de que las comunidades locales se levantaran en protesta. Independientemente de los pros y contras de las inquietudes de la comunidad y del potencial del proyecto de inversión para el país, la decisión generó temor en los inversionistas cuyos proyectos pueden afectar comunidades locales. Desafortunadamente, a pesar de sus avances en muchas otras áreas, Chile sigue rezagado en cuanto al manejo y regulación del proceso de consulta previa. Dos esfuerzos recientes por definir el proceso fracasaron, irónicamente, debido al incumplimiento de las autoridades de consultar en detalle con los grupos comunitarios y llegar a un acuerdo respecto al límite de tiempo y el carácter inclusivo del proceso.
Perú ha conseguido los mayores avances, aunque aún está lejos de lograr un consenso. La autoridad sigue concentrada en una oficina secundaria en el Ministerio de Asuntos Interculturales, y la definición de quién es indígena sigue limitada a quienes viven en el Amazonas. A pesar de que la oficina tiene un equipo y un presupuesto limitados, ha logrado los mayores adelantos en cuanto a definir los pasos y delimitar su papel y su autoridad en las consultas a la comunidad.
Pero como en todos los asuntos en los que está de por medio el derecho a la tierra, la desconfianza entre el sector privado –especialmente hacia los inversionistas internacionales- y los pueblos indígenas que a lo largo de siglos han sido marginados políticamente y manipulados para la extracción de los recursos que yacen bajo sus tierras, es real y nada fácil de superar. Estadísticas muestran que tan solo en Perú en noviembre de 2013, había 221 conflictos relacionados con la extracción de recursos.
Ninguna de estas contradicciones o interpretaciones disímiles alrededor de la consulta previa significa que ésta sea un error y deba abandonarse. Por el contrario: no hay marcha atrás porque, como lo mencioné al comienzo, por primera vez en la región los inversionistas y las comunidades están hablando el mismo idioma.
Este es, al fin y al cabo, un resultado de la globalización en que se trata de equilibrar por un lado la demanda voraz por recursos y la necesidad de infraestructura, con los derechos sociales y políticos de los pueblos, garantizados y protegidos por una nueva generación de convenios internacionales y una red de ONGs. Es un nuevo idioma que, por el bien de Latinoamérica, deberá ser definido y entendido por todos.