Reduciendo la demanda de “drogas de sangre” en las Américas
Reduciendo la demanda de “drogas de sangre” en las Américas
Es evidente que las políticas tradicionales para combatir el consumo y la demanda de las drogas no han sido eficaces, escribe Eric Farnsworth para El País.
En Washington hubo caras de asombro cuando, hace poco, Colombia anunció la suspensión de la fumigación aérea. La fumigación ha sido durante mucho tiempo una de las armas que utiliza la campaña de ambos países contra el narcotráfico, pero es un arma controvertida, y el gobierno de Juan Manuel Santos, uno de los más estrechos aliados de Estados Unidos en América Latina, decidió que era suficiente. Los expertos predicen que la decisión hará que se extienda aún más el cultivo de coca. La producción ya se ha incrementado porque, en su intento de lograr un acuerdo de paz con las FARC, el gobierno ha bajado la guardia en varias regiones del país donde la guerrilla mantiene especialmente activa en el narcotráfico.
Aunque la decisión puede revocarse, debería ser un aviso para las autoridades estadounidenses, acostumbradas desde siempre a centrar sus esfuerzos en la oferta más que en la demanda que impulsa el narcotráfico. Si a eso se le une la investigación que llevan a cabo las fuerzas policiales sobre la posibilidad de que altos miembros del gobierno y el ejército de Venezuela hayan facilitado el tráfico ilegal de drogas, los brotes de violencia y corrupción en Centroamérica y el Caribe y los conflictos relacionados con las drogas en varias zonas de México, es evidente que las estrategias actuales no parecen eficaces a la hora de reducir ni mucho menos eliminar la plaga de las drogas. Mientras tanto, países enteros están en peligro.
El interés tradicional de Estados Unidos ha sido ofrecer incentivos económicos para reducir la oferta. Programas unilaterales como la Ley de Preferencia Comercial Andina y la Ley de Promoción del Comercio Andino y Erradicación de Drogas prometían el acceso al mercado estadounidense a cambio de la cooperación en la lucha contra las drogas. La ayuda directa era relativamente abundante y el proceso de certificación, muy criticado, exigía el apoyo en las operaciones antidrogas como requisito para recibir esa ayuda. Ahora, sin embargo, los programas comerciales unilaterales han desaparecido para ser sustituidos por acuerdos de libre comercio más amplios, y el volumen de ayuda que proporciona Estados Unidos a la región disminuye cada año. Además, nuevos actores con abundantes recursos, como China, han reducido la influencia de EEUU y, por ende, su capacidad de impulsar sus políticas.
La región ha experimentado grandes cambios. Algunos países como Bolivia, Ecuador y Venezuela, rechazan cooperar con Estados Unidos en la lucha contra las drogas y no parecen muy preocupados por las consecuencias económicas, gracias a la generosidad china; desde el punto de vista político, plantar cara al imperio es un triunfo para su causa. Otros, incluidos países amigos como Colombia y México, han observado con atención las tendencias dentro del propio Estados Unidos, incluyendo las campañas para la legalización de la marihuana en Colorado, Washington y el Distrito de Columbia. Estos y otros países de América Latina y el Caribe se preguntan por qué se les sigue pidiendo que hagan lo que consideran el trabajo sucio, con menos incentivos, acosados y sin recursos suficientes, después de décadas de pedir a Estados Unidos que haga algo para reducir la demanda de drogas, lo cual debilita sus propios gobiernos democráticos a ojos vistas.
La demanda insaciable de Estados Unidos y otros consumidores ricos es lo que mueve el narcotráfico. El dinero obtenido de forma ilícita enriquece y provee de armas a los cárteles. Los funcionarios estadounidenses trabajan con diligencia, pero la raíz del problema está en los millones de norteamericanos y europeos comunes y corrientes que consumen drogas. Para muchos, consumir drogas ha dejado de acarrear un estigma social. No es más que algo que se supone que "todo el mundo hace" en algún momento de su vida. Las campañas educativas en los colegios suelen centrarse solo en las repercusiones físicas y neurológicas del consumo, además del posible efecto que puede tener en el futuro el uso descuidado de las redes sociales.
Pero el consumo de drogas no es un delito sin víctimas, sobre todo en el caso de las drogas más adictivas y destructivas que se encuentran en el mercado. Los daños pueden ser importantes en mayores costes sanitarios, deterioro de las facultades mentales en la escuela y el trabajo, y en vidas malogradas. Cualquiera familiarizado con los efectos del alcoholismo conoce las trágicas consecuencias que pueden tener incluso las sustancias legales, no solo para quienes las consumen sino para sus seres queridos.
Ha llegado el momento de probar algo que ha demostrado su éxito en el comercio de diamantes: hay que empezar a hablar de las drogas de sangre, que contribuyen a la muerte, la corrupción, el caos y la pérdida de oportunidades económicas en toda la cadena de suministro, desde los países productores hasta los consumidores, pasando por los países de tránsito. Reducir la demanda de esas sustancias disminuiría esos efectos. Pero la reducción de la demanda depende de decisiones personales tomadas cada día por millones de consumidores, que en general piensan poco —y se preocupan menos aún— en las repercusiones que tienen sus actos sobre otras personas más allá de las fronteras de su país.
Por desgracia, no podemos seguir ignorando todas esas consecuencias. Lo mismo sucedió en un momento dado con los diamantes procedentes de zonas de conflicto en África, pero una información eficaz ha ayudado, si no a eliminar el problema, al menos a controlarlo. Es posible que a veces sea más sencillo presionar a los países productores para que corten el flujo de drogas, pero la máxima responsabilidad es de quienes demandan el producto. Hace ya mucho tiempo que se debían haber reconocido y abordado la causa y el efecto.
La versión original de este artículo fue publicada en El País.